Vivimos aplastados por el media en sus diversos formatos. Nada de lo que haga el residente medio del mundo occidental tiene valor si no se publicita en los media o no es "googleleable". Una consecuencia lógica del ansia humana de superación y omnipresencia; Internet (o nosotros a través de Internet) ha remplazado a Dios, vaya. Claro que ésa es otra cuestión.
Son incontables las cosas que hemos ganado a través de este fenómeno; podemos publicitar nuestra carrera profesional nosotros mismos. Tenemos acceso a un abanico de artículos y referencias con los que ahondar en nuestra cultura general (ya no hay excusa). Así lo expone Ben Clark en su prólogo “No haber nacido: La réplica del replicante” del brutal poema de Escarpa:
“2. Pertenezco a una generación intelectualmente diezmada por Google, sin ella – porque es una mujer – soy incapaz de escribir ocho líneas seguidas (sería pasto de mis dudas y mi mala memoria)”.
Perdemos menos tiempo en buscar datos, direcciones, o en que las noticias lleguen a nosotros. Hasta encontramos de forma más o menos voluntaria a amigos de la infancia, que reconocemos a duras penas en alguna foto que nos da pistas visuales sobre cómo le ha ido en la vida (según su pose ante la cámara, el bebé que lleva o no lleva en brazos, la playa o el bar decadente de fondo, la corbata o la sudadera, su pose despreocupada o bien su sonrisa sosa y dócil). Se sacan tantas conclusiones en un abrir y cerrar de ojos; hemos globalizado la presentación del individuo por Internet. Todo lo sabremos de él o ella en cuanto cliquemos en su foto para Ver imagen en tamaño completo. O eso nos venden. El caso es que, aunque solo sea por unos segundos más o menos culpables, nos permitimos el goce de querer que así sea y escrutamos la foto del compañero como si fuera la foto del pack de yogures en oferta del mercado online. Y, una vez más, nos sentimos burdamente poderosos. Informados, con cierto grado de acceso a las intimidades ajenas - que en el fondo nos importan el mismo carajo de siempre. Estamos cansados de escucharnos comentar este “nuevo” modo de vida y encontrarlo “inhumano”. Aunque probablemente no haya nada más humano que la sensación de grandeza que nos otorga la conexión casera a Internet.
El caso es que, si bien hemos ganado en auto-publicidad, mapas y periódicos gratis, tampoco hace falta afirmar que es mucho lo que estamos perdiendo. Nos mandamos mensajes por móvil cuando en realidad queremos vernos. O bien, mandamos un mensaje para hacer creer que queremos vernos pero que no tenemos tiempo de hacerlo. Hasta conozco a gente que de vez en cuando se hace llamadas perdidas a modo de saludo. Esas llamadas no tienen significado más allá del "Hola, qué tal". Y como ya no hay ni tiempo ni ganas de contestar a ésa pregunta, se devuelve una llamada perdida para confirmar que está todo en orden. A veces le damos al botón, el número se marca solo, y con alguna excusa de por medio tenemos “ésa” charla pendiente en un tiempo récord y a metros de distancia. O bien mandamos un mail donde exponemos nuestra postura sin tono concreto para luego tender a dejar que pase el tiempo.
Si nos volvemos a topar con el receptor, actuamos como si todo estuviera dicho, asimilado y hasta perdonado. Nos saltamos procesos básicos relacionales de cara al Otro, y, de paso, probablemente también de cara a nosotros mismos. Hay temas delicados que resolvemos misteriosamente sin dar la cara hoy en día. Es decir, que sólo los resolvemos a medias.
Yo disfrutaba más de cagarme en la situación mundial pasando las incómodas páginas del periódico sentada en una mesa, que no un escritorio, a la hora del café. Las fotos impresas se me hacían más desgarradoras y me daban la sensación de estar tomando más conciencia del sufrimiento ajeno. En una cafetería se me humedecen los ojos ante una foto de Oriente Medio o la de un niño herido. También en un andén, en el metro o en un banco. Esa toma de conciencia es inherente al sentido de lo humano, y, en mi caso, el afligimiento que causa se acrecenta ante testigos humanos. Rara vez se me humedecen los ojos sola en mi casa. No es que sea insensible ante lo que me muestran de lo que sucede en el mundo: más bien se debe a que me he familiarizado con la realidad que nos pretenden desvelar a tientas a través del papel. El papel impone con más fuerza su contenido. La pantalla no deja de ser pantalla, que en un dichoso click ha dejado de existir.
Esto mismo se aplica a los libros online: sigo sin poder tomarme en serio una sucesión de páginas que leer en el ordenador. Si no queda otra, qué le vamos a hacer. Aunque siempre queda otra, por poco práctica que sea. Sencillamente no sabe igual.Un libro permanece en el tiempo, se traspasa, muta con la vida y su lector. Al igual que la foto o que el artículo impresos, que testifican de su existencia inmutable al envejecer entre nosotros.
Tampoco saben igual los álbumes o los nuevos temas. Todos hacemos trampa, y nuestras discotecas han engordado a una velocidad envidiable. Lo tenemos todo, de cualquier género. Bajamos material ansiosos, acumulamos sonrientes y finalmente le perdemos todo el respeto a los archivos. Tengo temas de jazz que he buscado por todas partes y que ni siquiera me he dignado a escuchar, porque los tengo. Aunque también afirmo pretenciosamente que por fin los poseo, y encima los obtuve gratis.Como todos, recuerdo con brutal nostalgia la indescriptible y sutil emoción de entrar en una tienda de música y preguntar por el disco soñado, tomarlo con extremo cuidado, regocijarme en la portada y en el nombre de los temas aún por escuchar para sacar con seguridad los billetes del bolsillo. Antes, había cosas cuyo precio era sencillamente incuestionable. Ése disco me acompañaba en la siguiente etapa de mi vida, que desde aquí recuerdo embadurnada de sus canciones y los colores de su carátula.Este cambio, este "No es lo mismo", ya se vivió cuando se remplazó el vinilo por el Compact Disc. Y es cierto: me siguen fascinando los vinilos, que requieren más espacio, más cuidado, más delicadeza al manejarse, que esconden trucos en sus ediciones especiales, que se confunden con los libros de arte en la estantería y que conservan, parece ser, una calidad de sonido insuperable. Aunque me baje una portada en mi computadora y la imprima religiosamente, no hay dónde comparar. No, no es lo mismo.
Con respecto al cine me sucede algo diferente. Agradezco el oscuro mercado internetero que nos permite ver estrenos sin salir a la calle, por un sencillo motivo: después de verla, la mayoría de las veces pienso honestamente que hubiese malgastado mi dinero en ver otra peliculeja más en cine. Culpa mía. Claro que no dejo de obligarme a ver películas que me tienen expectante en las salas. Por eso precisamente echo en falta más opciones en cartelera. Me sigue impactando el descenso de las luces antes de empezar los créditos - el mismo ocaso ficticio, profundamente mágico, que me impactaba de niña. Sigo disfrutando del respetuoso silencio de la sala, donde el tiempo se difumina y el espectador se olvida por completo de lo que existe allá afuera durante un par de horas. Algo que jamás proporcionará Internet.A los cineastas con talento y contenidos que explorar que no tienen dinero ni ganas de prostituír su proyecto, dicen, les va a tocar exhibir sus películas a través de páginas como Youtube. De nuevo, me parece lógico. E infinitamente triste.
Porque hay películas merecedoras de ocaso previo y de silencio respetuoso, y otras a las que se le otorga la majestuosidad de ese ocaso sin razón alguna.
Con Internet tengo nombre: existo, porque aparezco en Google.Aunque hay días en que desearía no estar en manos de cualquiera, no llevar teléfono y volver a sentirme inalcanzable, desaparecer de Google - no existir más. Y volver a concebir el tiempo de un modo más orgánico, respetar las cosas como cosas, contables y palpables en el entorno directo de uno, y reparar en preciosos y grotescos detalles de lo humano que se nos escapan si abrimos la página del correo electrónico a la vez que la del periódico, la de la empresa, y por supuesto la de Google, para salir de dudas.