Se dice del madrileño que es un ser afable con mala leche que disfruta de la caña y su tapa cualquier día de la semana. Visto el precio de una terapia pese a lo que cotizamos en seguridad social, la forma más sana de celebrar la vida viene a ser la de compartir cantidades más o menos moderadas de alcohol y unas cuántas risas para poder cagarse unánimamente en Dios.
El modo de vida “izquierdista” treintañero se reduce hoy en día a ser abierto de mente, empático con el prójimo, y beber hasta la saciedad si no hay madrugón a la vista. Si uno es “del barrio”, no tiene ni que planear su salida. Con pasarse a saludar al camarero de la esquina ya está asegurada la cogorza, y probablemente también la diversión. Una diversión de índole humana y catártica: las barras nocturnas, sobre todo entre semana, están repletas de personajes radiantes, decadentes y bellos.
Dentro de su estrés y sus dimensiones pequeñas, la carencia de movimientos culturales concretos y de un alcalde decente, Madrid sigue siendo un pueblo grande que nos trata con transigencia. A veces, demasiada. Los barrios de tradición izquierdista han perdido el garbo con el que se requirió una diversión más auténtica y que potenció el despliegue de expresiones artísticas y culturales que se vivieron durante la Movida.
El centro treintañero "izquierdista", culminado últimamente en Lavapiés, es un ejemplo de respeto. Sus días suelen ser de la brisa que nos trae flautas de otros lados, charlas cualesquiera. La droga y su tristeza, el desarraigo, la diferencia, los ancianos y los nuevos, todo convive bajo un cielo puro y aplastante recortado por tejados. Sus mejores noches son senegalesas, marroquíes, e indias, europeas, de porros compartidos e invitaciones a cervezas. Pero ése Lavapiés tampoco es ya lo que era.
Cerraron lugares míticos, asociaciones culturales, casas okupas y escenarios gratuitos, desaparecieron camareros que sostenían el alma de sus bares y rehabilitaron cafés cargándose su esencia.
La apertura española al resto de la Comunidad Europea ha transformado la curiosidad inherente o el amor a lo imprevisto en formas más eficientes - más internacionales. Pero con esto no se han palpado mejorías. Más allá de la crisis, que padecemos sin ser nuestra, parece que nos hayamos quedado estancados en un punto intermedio insustancial.
Insultamos al gobierno abiertamente pero no planteamos cambios concretos. No podemos. Queremos más cultura, pero a veces nos cuesta mover el culo hasta la exposición más decente o encontrar fuerzas para seguir creando. Es más fácil bajar a la calle, saludar al conocido y pedirse un doble para seguir soñando. Quedamos con gente erudita en su campo, amigos viajeros, pero nos cuesta ahondar en temas profundos con asiduidad, día tras día. La broma es la salida fácil (necesaria) para olvidar que quizá no seamos eso que quisimos ser.
Para expresarse no hace falta dinero, hace falta público. Somos público, y aún nos quedan infraestructuras humildes aunque funcionales. Entonces, ¿por qué cuesta tanto toparse con una jam, una obra de teatro barata, un concierto bizarro cualquier día de la semana, a cualquier hora, en cualquier parte? ¿Por qué envidiar la diversidad artística berlinesa o de algunos barrios de París? ¿No es un barrio como Lavapiés un mejunje de mezclas y talentos?
Estamos todos jodidos, pero siempre lo estuvimos.
Fuimos los reyes de la expresión innovadora, de la queja sólida y la libertad artística. Hace muy poco algunos de nosotros abríamos garitos con pretensiones culturales. Nos drogábamos para pasarnos una cámara que grabara nuestras bocas, nos escupíamos heridas, esperábamos el alba y cambiábamos el mundo, gritábamos palabras de amor y de despecho en las esquinas, nos tirábamos al suelo: acentuábamos nuestras particularidades para generar performances, agitar las calles, abofetear la vida. Beber era una excusa para lograr alcanzar esa otra cosa que buscábamos. Alcanzábamos la búsqueda.
Hoy somos borrachos bonachones y aburridos, adormecidos bajo excusas, arropados por la farándula que nos promete. Estamos agotados de invertir en proyectos que olvidar.
Parece que la juerga, es decir, el escapismo, ha remplazado inquietudes que ya no se palpan.
Las calles de Madrid albergan momentos luminosos y personajes dolidos. Todos lloramos un poco por dentro, por lo que se justifica cualquier exceso y cualquier gesto generoso. Somos corazones al descubierto; nos cuesta fingir. De ahí la transigencia de Madrid. Nos las pasa todas. Nos acuna siempre. Nos saluda de noche con la sonrisa culpable de mañana, nos perdona la falta de horarios, nos acalla. Reúne a los solitarios y los alberga en la entraña de sus bares y el calor de unas palabras. Es el reflejo de los sueños decaídos que tuvieron algunos. Brilla con nosotros y se hunde con nosotros.
Festejar es necesario: entre otras cosas, eso nos cuenta Madrid.
Aunque quizá también nos pida que le cuidemos más el alma, como si algunas noches sus calles se agotaran de monotonía y de vacío. Quizá quisiera que nos dejáramos de aferrar a lugares conocidos y al arte que potencia para requerir esas otras creaciones, quién sabe si más auténticas o más humildes - menos politizadas -, y respaldarlas con nuestro apoyo y nuestra ansiada presencia.