Mirando hacia alante comprendió que no existía alante si primero no miraba hacia atrás. Pero girar la cabeza le estaba férreamente prohibído (alguien se lo advirtió, no recordaba), a riesgo de sufrir el fatal castigo.
Por eso decidió quedarse quieto. Miró sus pies negando la presencia a sus espaldas y jugó a permanecer totalmente inmóvil.
Pasaron tres días y tres noches, y finalmente se desplomó en el camino con los ojos en blanco, agotado.
Nadie más volvió a saber de él en la superficie.
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